Libro profético por excelencia
UN LIBRO PROFÉTICO DE MUCHOS ESCRITORES Y DE VARIOS SIGLOS
LA BIBLIA, libro profético por excelencia, consta del Antiguo y del Nuevo Testamentos, nítidamente diferentes por su grado de antigüedad (hay unos cuatro siglos que los separan) y por el idioma en que se escribieron originalmente (el Antiguo Testamento en hebreo —con algunos pocos capítulos y fragmentos en arameo— y el Nuevo Testamento en griego). Forman una colección de escritos de más de treinta autores que actuaron a lo largo de unos quince siglos.
Hay libros bíblicos que son principalmente históricos (los libros del Génesis, Josué, Jueces, Rut, Samuel, Reyes, Crónicas [también llamado Parali- pómenos], Esdras, Nehemías, los Evangelios, Hechos de los Apóstoles); los que describen minuciosas instrucciones para el culto en los días del antiguo Israel (Exodo, Levítico, Números, Deuteronomio); los hay mayormente proféticos (Isaías, Jeremías, Ezequiel, Lamentaciones, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías, Malaquías y el Apocalipsis); libros eminentemente doctrinales (las Epístolas de San Pablo, San Pedro, Santiago y San Judas); los hay sapienciales (1) (Proverbios, Eclesiastés, la mayor parte del libro de Job); poéticos, principalmente de alabanza a Dios (Salmos y Cantares).
(1) Se usa el adjetivo “sapienciales” para referirse a los libros que expresan principios emanados de la sabiduría divina.
No sólo hay diversidad de temas, sino que también hay una gran diferencia que distingue a los que redactaron la Biblia. Entre ellos hay personajes eminentes: Moisés, legislador y caudillo del pueblo de Israel, versado en toda la sabiduría de los hebreos y de los egipcios; Salomón, sabio en múltiples conocimientos; Daniel, gobernante destacado (consejero dé reyes) en dos monarquías: Babilonia y Medo-Persia; Pablo el apóstol, erudito escriba, docto en lenguas y en conocimientos teológicos; Lucas, médico cuya cultura se refleja en la exacta minuciosidad con que documenta los datos que presenta.
Al lado de ellos, y como notorio contraste, mencionaremos a Amós, “uno de los pastores de Tecoa” (Amós 1: 1), sencillo hombre de campo; a los apóstoles Pedro y Juan, humildes pescadores “que eran hombres sin letras y del vulgo” (Hechos de los Apóstoles 4: 13).
Sin embargo, un mismo propósito se echa de ver en las páginas de la Biblia. Hay notables diferencias de estilo en sus autores, pero no hay discrepancias de fondo en las doctrinas.
Es como si una misma mentalidad hubiera guiado a través de los siglos la presentación de los principios morales que constituyen el motivo básico de las páginas de la Biblia. Son coherentes entre sí las doctrinas y enseñanzas que enuncian sus autores (afirmando muchas veces haberlas recibido de Dios).
Son numerosas las ocasiones cuando se leen en la Biblia expresiones como éstas: “Jehová [el Eterno] me dijo”; "Jehová me lo hizo saber”; "así ha dicho Jehová”; "Jehová ha hablado”.
Uno no destruye lo que edificó el otro. Esa armoniosa concordancia resulta muy llamativa cuando se tiene en cuenta que, a veces, hay largos años entre un escritor bíblico y otro; cuando se recuerda que actuaron alejados por grandes distancias que, en los días de la antigüedad, eran verdaderas barreras para la difusión del pensamiento humano.
A estos hechos se debe añadir que algunas veces los escritores bíblicos estuvieron en situaciones de aislamiento que no les permitieron comunicarse con quienes pudieran haberlos informado de cómo iban las cosas en el mundo religioso.
San Juan escribió el Apocalipsis estando desterrado en la solitaria isla de Patmos. Es muy difícil que haya tenido allí a su disposición los pergaminos del Antiguo Testamento pues corrían los años de la cruel persecución de Domlclano (94 a 96).
Desde su prisión en Roma, San Pablo pedía "los pergaminos” (2 Timoteo 4: 13) de los cuales había estado privado mientras escribió su epístola. Hay otras epístolas llamadas "de la prisión”. Son las de Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón. También fueron escritas en circunstancias adversas aunque no tan duras como las que rodeaban al apóstol mientras escribió su Segunda Epístola a Timoteo.
Un Libro Profético que se Anticipa a su Época
La Biblia no es un libro de ciencia. De modo que no debemos ir a buscar en ella la respuesta para muchísimos interrogantes que se resuelven en los laboratorios. Sin embargo, las Escrituras presentan algunas verdades que están muy por encima de los conocimientos imperfectos de los días cuando fueron escritas (siglos XV AC a siglo I DC).
Los antiguos hindúes enseñaban que la tierra era una plataforma sostenida por columnas. Para otros pueblos antiguos nuestro planeta era un casquete sostenido sobre los lomos de cuatro elefantes que, a su vez, estaban sobre una enorme tortuga que nadaba en el océano universal.
Según los conceptos de los días mosaicos (siglo XV AC), nuestro mundo tenía que estar sostenido por alguna cosa visible. Sin embargo un pasaje bíblico enseña con toda claridad: Dios “cuelga la tierra sobre nada” (Job 26: 7). Tal es la realidad de nuestro planeta sostenido por la fuerza de la gravitación sin necesitar de ningún pedestal.
En la antigüedad se enseñaba que las estrellas se podían contar. Hiparco, famoso astrónomo griego del siglo II AC determinó el número de las estrellas en 1.022. Cuatro siglos después, su compatriota Ptolomeo fijó la cantidad en 1.026. Sin embargo, en el siglo VII AC el profeta Jeremías ya había consignado estas palabras de Jehová: “Como no puede ser contado el ejército [las estrellas] del cielo, ... así multiplicaré la descendencia de David mi siervo” (cap. 33: 22).
En los días en que vivimos, debido a los poderosos telescopios, sabemos que hay miies de millones de estrellas en nuestra galaxia. Y habiendo miles de millones de galaxias y puesto que existen muchísimas otras que todavía no han sido captadas por los instrumentos al servicio del hombre, es fácil comprender que realmente “no puede ser contado el ejército del cielo”.
En pleno siglo XXI, podemos tener una idea de la abrumadora cantidad de soles que pueblan el universo pero no es posible saber cuántos son.
Durante muchos siglos se tuvo el concepto de que el aire no pesaba. La Biblia enseñaba lo contrario desde los remotos días cuando se escribió el libro de Job (siglo XV AC aproximadamente). Dice un pasaje: “Al dar peso al viento, y poner las aguas por medida” (cap. 28: 25). Pasaron muchas generaciones hasta que el físico y geómetra Evangelista Torricelli (1608-1647), mediante el experimento del “tubo de Torricelli”, que llamamos barómetro, demostró que el aire tiene peso.
Eran equivocados los conceptos populares en cuanto a nuestro planeta en los días del Antiguo Testamento.
Sin embargo, algunas realidades que se presentan en la Biblia demuestran un conocimiento muy superior a su época. Por ejemplo, en cuanto al ciclo que cumplen las aguas: “Los ríos todos van al mar, y el mar no se llena; al lugar de donde vinieren los ríos, allí vuelven para correr de nuevo” (Eclesiastés 1: 7). “Buscad al que . . . llama a las aguas del mar, y las derrama sobre la faz de la tierra; Jehová es su nombre” (Amos 5: 8).
En 1911, Casimiro Funk creó el término “vitaminas” para designar a ciertos compuestos aminados sin valor energético pero indispensables para el mantenimiento de la vida y para el crecimiento del organismo. Muchos siglos antes, desde las primeras páginas de la Biblia, se hace resaltar la importancia de las frutas, la hierba verde y los cereales que son importantísimas fuentes de vitaminas.
Moisés escribió: “La vida de la carne en la sangre está” (Levítico 17: 11). Esa declaración fue olvidada durante siglos. En los días inmediatamente anteriores a nuestros bisabuelos, todavía se practicaban frecuentes y copiosas sangrías para pretender curar a los enfermos.
Es indudable que muchísimas personas se reponían a pesar de esas abundantes pérdidas del líquido vital. La ciencia médica no permite que se practiquen operaciones mayores sin que, en muchos casos, se disponga de plasma para las indispensables transfusiones.
En el capítulo 13 del libro de Levítico se halla el principio profiláctico de la cuarentena. Esa medida se practica hoy con eficacia. En las Escrituras se ordenaba su aplicación muchos siglos antes.
En el capítulo 11 del libro de Levítico se indica qué animales son aptos para el consumo y cuáles no lo son. Hoy sabemos que las carnes de los animales prohibidos son dañinas. También sabemos que algunos parásitos sumamente peligrosos (la triquina por ejemplo) se propagan especialmente en los animales prohibidos por la Biblia.
Algunas leyes biológicas fundamentales están anunciadas en la primera página de la Biblia. Por ejemplo, la reproducción de los seres vivientes “según su género” y “según su especie” (Génesis 1: 24, 25).
Al narrar la creación del hombre, especifican las Escrituras que fue formado “del polvo de la tierra” (Génesis 2: 7). Los dieciocho elementos que constituyen nuestro organismo efectivamente están en la tierra.
Los ejemplos que hemos mencionado nos dicen con la fuerza que tiene su conjunto que la Biblia superó ampliamente a su época al mencionar hechos, leyes y principios que eran desconocidos en sus dias.
También es notable lo que calla la Biblia. Para los siglos cuando fue escrita, debería estar plagada de conceptos científicos erróneos.
Respetamos la memoria de Aristóteles, el filósofo griego del siglo IV AC; admiramos la profundidad de su pensamiento cuando se ocupa de las leyes de la lógica. Sin embargo, son tremendos sus disparates cuando se ocupó de algunos fenómenos naturales y cuando atribuyó propiedades curativas a algunas sustancias guiado por los conocimientos equivocados de sus días. Aristóteles consideraba a los astros como a otros tantos seres animados y los tenía en la categoría de divinidades. Así lo enseñaba en su Física.
No pasa lo mismo con la Biblia. Está inmune de todo ese lastre de equivocaciones.
Bastantes evidencias para confiar en las profecías bíblicas... ¿no le parece?
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